Abstract
A partir de la preeminencia que adoptó el islam como identidad política en Medio Oriente, luego de la caída en desgracia del nacionalismo árabe, las baterías del orientalismo1 se han diri-gido contra él. Así, los movimientos políticos islámicos fueron homogeneizados y construidos como “amenazas”; se hizo caso omiso de sus distintas experiencias y sus diversas coyunturas histórico-políticas de emergencia. Esto se debió a que tendió aprimar la lectura religiosa, aquella que para explicar estos movimientos recurrió a los textos sagrados.2
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