Abstract
Nomen est omen. La creencia en “el poder de las palabras” fue en la antigüedad algo más que una simple metáfora redentora. Desde el verbo de Isis “que hace revivir a los muertos” a la terrible imprecación de Oseas “los mataré con las palabras de miboca”, la literatura antigua arroja multitud de ejemplos de cómo los antepasados entendían la realidad del verbo como cosa tangible y contingente; y que existía un vínculo directo, causal, casi físico, entre la cosa nombrada y su palabra. J. G. Frazer dedicó célebres páginas a ilustrar esta creencia en las propiedades mágicas de los nombres, en el temor a pronunciarlos o escribirlos, en las consecuencias venturosas o funestas de su uso.
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